lunes, 23 de noviembre de 2020

LOS ÁRBOLES DE MIGUEL DELIBES, Y DE MI PADRE, MORÍAN DE PIE. CONCLUSIÓN

1 ”La chica no pudo evitar sentir pena por la planta medio seca, falta de mantillo en su tiesto y olvidada en el balcón”

H. MURAKAMI, “1Q84”

De vuelta a casa, con mi generosa carga de pan recién horneado en la mochila, me detengo, no sé por qué, a la altura de la plaza de la Iglesia, junto a una de las moreras indultadas.


 

Y ahí pego un respingo, siento como si me hubieran dado un buen tirón de orejas. Pero estoy solo; no hay nadie a mi lado ni tampoco (me cercioro) detrás.

Miro entonces para arriba y veo que de una de las ramas más frondosas de la morera se desprende una rama de las grandecitas y empieza a caer al vacío. Mas la hoja no parece venir sola, sino que trae algo a cuestas, un compañero de viaje, si no dos. Y no dos seres extraños, al contrario: son viejos conocidos.

Efectivamente, según planea en el aire la hoja de morera, compruebo cómo dos hermosos gusanos de seda la pilotan al tiempo que están a lo suyo: uno hila que te hila, el otro muerde que te muerde.

Devanando un largo hilo de seda el gusano en activo; nutriéndose su compañero, pues debe haberle llegado la hora de comer. Y la hebra de hilo de seda se hace cada vez más larga como más persistentes y efectivos los mordisquitos en el borde de la hoja de morera, en la fresca superficie de su haz, entre los nervios.

Continúa la hoja en su caída, aunque controlada por el doble pilotaje y la actividad de los gusanos de seda se intercambia. El que antes hilaba, ahora muerde, y al revés. Y cada uno está a lo que está, sin permitirse distracciones. Para terminar por hilar los dos a una, con los muchísimos metros de hilo en su poder, empezar a fabricar dos pequeños receptáculos, especie de vasijas del país de “Blancanieves y los 7 enanitos”. Pero que en realidad terminan por ser un par de lindos capullos de seda. Y puesto que ambos gusanos están ya la mar de cansados después de tan continuo y trabajoso oficio de la hilatura, piensa uno, concuerda el otro, que ya les toca descansar.

Así que, por sendos agujeritos que habían dejado abiertos a propósito en uno de los extremos de los capullos, se meten para dentro, cada uno entra en su refugio, cierra la puerta por dentro, y se echa a dormir.

Luego, a su debido tiempo, se abren los agujeritos de los capullos de seda y salen, al unísono, los dos gusanos de seda. Y se les ve disfrazados, aunque no estamos en carnaval. Los dos visten unos sencillos disfraces, de sus respectivos armarios, entre de libélula y de mariposa, con sus cuerpecitos de color crema suave y las alas de velo blanco transparente.

Y con ese ingenuo disfraz, que más bien es un traje de fiesta, el dúo de gusanos de seda, macho y hembra, juegan y se emparejan, copulan…, y se separan después de copular.

En éstas, la mariposa hembra se dedica a poner huevecillos por doquier encima de las hojas de la morera; huevecillos de un tono gris, negro y naranja, de los que en la próxima primavera nacerán pequeñitos gusanos de seda. Y así un año tras otro, como el cuento de nunca acabar.

Y a las mariposas, cumplida su misión en esta vida, a una y otra, lo mismo que a los seres humanos, sus parientes, y las plantas y los árboles, les llega el momento de morirse. Y las dos se mueren de una vez.

Y qué ocurrirá ahora con los capullos de seda que parecen haber quedado abandonados a su suerte, me pregunto yo. La respuesta me la da un vientecillo ligero de levante. Los dos capullos son empujados por el viento y caen dando volteretas hasta acertar a chocar con mi cabeza, aterrizando en la mismísima mollera.

Los cojo yo con intención de guardármelos pero en mis manos sufren una curiosa transformación. Se convierten en artilugios de suave y resistente plástico. Y los bonitos capullos de seda son ahora dos sofisticados pinganillos inalámbricos programados para su cualificado cometido: captar, recibir las ondas sonoras y transmitirlas al oído, y de ahí al cerebro, haciendo posible, y potenciando el arte de escuchar.

Y es entonces cuando oigo que alguien me habla.



2

”…; el hombre notó con aprobación los manchados plátanos, el cuadrado de tierra al pie de cada uno, las decentes casas de balconcito”

J.L .BORGES , “La Espera”

“¿Éstas qué son, las últimas de Filipinas?”

Inconfundiblemente era la voz de mi padre, como suyo también el peculiar sentido del humor. Siguió él hablándome:

“Pero, hombre, ¿por qué tratáis tan malamente a los árboles en este pueblo? Fíjate como tenéis las moreras, “axfisiacas” por las rejillas metálicas. Pobres árboles reventando las losetas “pa” poder sobrevivir. ¿Vosotros qué os pensáis, que los árboles no sienten? Pues qué “equivocaos” estáis. Los árboles, las plantas claro que sienten; eso lo saben hasta los niños chicos. Y sienten porque son seres vivos como tú y como…”

Mi padre estuvo a punto de meter la pata. Obviamente cayó en la cuenta a tiempo… Y retomó la palabra:

“Y los tubicos del riego por goteo, mira cómo están: “destrozaos”, “hechicos” polvo. Diez o doce años de batalla diaria, me imagino; ya les toca que los cambiéis. Pero antes te aconsejo que entres en internet, en la página “Israel, agricultura y regadíos”. Que allí sí que saben mirar hasta por la última gota de agua. Y esto de los sistemas de riego por goteo fueron pioneros en el mundo: Experiencia ya ves que tienen.

Y al mismo tiempo, con esta iglesia tan hermosa, os conviene escuchar a mi tocayo, a Francisco. Es decir que os pongáis a leer su encíclica Laudato Si. Ya veréis que claro tiene el Papa el deber de cuidar la Casa Común. De lo contrario os vais a cargar el Planeta; lo dice él y lo digo yo.

Mi padre me dejaba con la boca abierta. Su amor a la Naturaleza no era nuevo en absoluto, le venía de lejos. Pero lo de Israel…, y los documentos procedentes del Estado Vaticano… ¡Qué fuerte!, me dije a mi mismo: No me cabía la menor duda de que la enseñanza permanente de adultos se la tomaban en serio por ahí arriba. Lo que siguió diciéndome me confirmaría en esa opinión:

“Me llama la atención la parroquia, sí. Con la cantidad de pastiches, religiosos y civiles, que hay por ahí. Ésta es una obra de mérito. “Pa” mi gusto el arquitecto supo combinar el estilo tradicional mediterráneo con una visión moderna de la construcción. Lo hizo con gracia: por la cal de sus fachadas y las paredes por dentro, el sobrio artesonado: la sencilla belleza de las vidrieras… Pero qué pena: con tan excelente fábrica y le falla la acústica: pues no se entera uno de la misa la “mitá. O a lo mejor es que yo estoy un poquillo teniente de oído”.

Yo no salía de mi asombro escuchándolo. Deduje que debía haber aprobado, y con nota, el examen de mayores de 25 años para el ingreso en la universidad de ultratumba. Continuó él con su discurso:

“Y, siento decírtelo, pero no me gusta en absoluto que tengáis La Cruz de Cristo “colgaica” del techo. Esa ocurrencia de un Cristo volandero solamente se les permite a los artistas, a los pintores de la talla de Salvador Dalí. O a los místicos como Juan de la Cruz, quien por cierto fue el que se lo inventó”.

¡Qué barbaridad!, se me escapó a mí, y en voz alta, recurriendo a esa exclamación tan suya. Menos mal que él no pareció oírme, o no se dio por aludido. Ahora que en cuestiones de liturgia me daba vuelta y media.

Reanudó él su panegírico:

“Con la Biblia abierta, y a ser posible con una música acorde en el aire (yo me inclino por la sublime, divina melodía y canto coral de la “Pasión según San Mateo”, de Juan Sebastián Bach) los cristianos corrientes y molientes debéis poner la cruz de Cristo en el suelo, hincarla en la tierra. Tal cual estuvo en su día, aquel primer viernes santo de la Historia, en el monte de la Calavera, a las afueras de Jerusalén. Y lo que no es menos importante: la cruz de Cristo era un pesado leño, un árbol que hubo de acarrear por la Vía Dolorosa de la hoy llamada Ciudad Vieja.

Y tanto allí en el Gólgota como aquí en esta pedanía entre ciudad dormitorio y marinera, el Árbol (atento a las mayúsculas ahora, Isidro), el Árbol, digo, de la Muerte de Cristo es, y seguirá siendo mientras el mundo sea mundo, el “Árbol de la Vida” “pa” los cristianos bien nacidos, desde el Sumo Pontífice hasta el más humilde pescador o peón del campo andaluz.

Pero una cosa te advierto: Cristo sigue en la Cruz “clavao” de pies y manos. Y desde esa postura de dolor lacerante no cesa de derramar la gracia de su Alegría y la Paz. Continúa llamando, tocando el corazón y las entrañas mismas de las personas, hombres y mujeres de buena voluntad. Y a esas buenas gentes, mujeres y hombres, desde el Árbol de la Cruz, Cristo les está a todas horas, invitando a una vida nueva, una vida de estreno que nace del Perdón y de la Reconciliación”.

Mi padre guardó silencio antes de lanzarme su apostilla final:

“Y que no se os vaya de la cabeza una verdad tan grande como esta iglesia del Rosario, qué digo, tan grande como la catedral de Málaga: las plantas, los árboles son obra de Dios y, por lo tanto, a vosotros os corresponde tratarlos con respeto, con dignidad, con amor”.

Me quedé yo anonadado. Resumiendo todo lo dicho, y dada mi afición al currículo escolar, pensé que mi padre por fuerza tenía que estar estudiando teología; que sin duda se había matriculado “on line” en los cursos para seglares de la facultad de Cartuja, en Granada.

Llegados a este punto me saqué yo los pinganillos de las orejas que, ya en mis manos, volvieron a ser dos bonitos capullos de seda del color de los limones maduros.

Cogí entonces uno y se lo di a mi padre; a lo que él, agradecido me acarició el cogote. Y en señal de despedida no se le ocurrió darme un beso sino una palmada en el hombro.

En vida, a mi padre le gustaba estar informado de la actualidad de España y del mundo. Y ahora, desde aquella otra dimensión en la que se encontraba, era evidente que seguía al tanto y con interés las noticias que le llegaban de aquí abajo, empezando por lo referente a las normas sanitarias en vigor.



3

” Llegaron hasta el portón de la cancela y, desde allí caminaron como un kilómetro hacia la casa, por un camino de árboles frondosos y bien cuidados”

G. GARCÍA MÁRQUEZ, “Noticia de un secuestro”

Mi padre solía ver el telediario de las tres de la tarde, después del almuerzo. Y algún que otro informativo de la televisión regional. Pero, aun así, lo que más le gustaba era leer el periódico. Lo leía a cualquier hora del día o de la noche, en caso de que pudiera disponer de un ejemplar.

Durante bastantes años se tuvo que apañar, como algunos de sus paisanos, con los diarios que pasaban de mano en mano en los bares de la plaza del pueblo: El Florida y el Cervantes.

Y más tarde, llegado el momento, con los periódicos que se recibían en el Hogar del Jubilado.

Porque él la prensa nunca la compraba, que en su austero estilo de vida tenía otras prioridades presupuestarias. Por esa razón, y puesto que hubo un momento en que perdió el interés por salir a la calle, mis hermanos y yo nos encargamos de que no le faltara nunca su periódico favorito, el editado en Granada.

Y entonces él, como es lógico, esperaba con ilusión nuestras visitas, agradecía como agua de mayo el que siempre nos presentáramos con el regalo del “Ideal”.

Empezaba él leyendo por la última página, entrando al ataque de la columna de Manuel Alcántara, y que en ocasiones leía y releía más de una vez.

Aquí en Calamoral, durante mis habituales caminatas mañaneras por el paseo marítimo de Blas Infante, tengo la suerte de encontrarme casi todos los días con una estampa, reflejo de los últimos años de vida de mi padre.

Es por el extremo de poniente y allí un hombre mayor y en silla de ruedas (igual que él) en el jardinillo delantero de su casa mata (mi padre en el patio de la casa), o en el mismo quicio de la puerta abierta, lo veo enfrascado en la lectura del periódico y, como mi padre, sin necesidad de gafas de leer.

Se me antoja que allá por las alturas mi padre no se perderá ni una de las charlas, conferencias o tertulias de su amigo de papel, el periodista malagueño. Y que incluso se habrá hecho suscriptor (ya sin problemas de presupuesto económico) del periódico, gaceta o revista en que aparezca la firma Manuel Alcántara, y que una vez leídos los guardará, como hacía aquí abajo, en un ordenado montón.

Y como también es probable que haya coincidido con José, el abuelo de Saramago, andarán los dos regando las plantas y los árboles del paraíso, podándoles las ramas a árboles frutales y árboles de sombra; a los árboles frutales, como las moreras, en febrero y con la luna nueva, como se ha venido haciendo toda la vida de Dios.

ISIDRO AGUILAR

La Cala del Moral, noviembre 2020

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